Hambre de expectativas y la carnicería de Cristina

En la literatura económica hay un vasto abordaje sobre el rol que juegan las expectativas. Su piedra basal es que toda decisión económica está atada a una previsión –incluso, a una esperanza– de que ocurra algo.

Y si bien se parte de la premisa de que los agentes económicos forman sus expectativas de manera racional, luego sus decisiones no son necesariamente racionales, como lo probaron los psicólogos Daniel Kahneman, Amos Tversky y el resto de la feligresía de la economía del comportamiento. Nuestro derrotero inflacionario basta como prueba y nos exime de otros comentarios.

En la Argentina, y con su particular entorno económico, la gestión de las expectativas se ha tornado dramática. Lo experimentó el gobierno de Mauricio Macri con su modelo gradualista, que se hizo trizas con la corrida cambiaria.

Sirvió en el arranque para ganar el tiempo necesario que demandaban los cambios y la corrección de las distorsiones nacidas y criadas en las gestiones kirchneristas, pero el límite, como tantas otras veces, estaba afuera: en 2018 se terminó la paciencia de quienes nos prestaban el dinero para financiar los ajustes internos.

Disfrazado de Alberto Fernández, el kirchnerismo retomó el poder y volvió a girar el volante, aunque la pandemia lo sacó de curso.

Es cierto que capitalizó el primer tramo, cuando la imagen presidencial capturó una plusvalía que no estuvo en las urnas, pero la profundización del deterioro socioeconómico y los problemas para conseguir vacunas están haciendo borrón y cuenta nueva en plena segunda ola, y a pocos meses de la elección de medio término.

Frente a un margen de paciencia tremendamente estrecho, y con muy pocas chances de contar buenas noticias, el Gobierno corta camino, ya sin sonrojarse y con la vieja receta de encontrar afuera de su cuerpo la culpa de todos los males que tiende a reproducir, aun sabiendo su nivel de toxicidad.

El plan “carne para hoy” (cepo casi total a las exportaciones de cortes bovinos) es la última pieza de un esquema económico de reacción, en el que el ministro de Economía, Martín Guzmán, tiene un rol cada vez más acotado y un futuro incierto.

Tras la reestructuración de parte de la deuda, su incidencia está otra vez limitada a este tipo de negociaciones, ahora con el Club de París y con el Fondo Monetario Internacional (FMI), ante quienes tiene que explicar la dudosa bondad de medidas que castigan el ingreso genuino de divisas y que han hecho más profundo el pozo que excavamos para supuestamente salir de él.

De hecho, cada vez que Guzmán ha intentado tallar en lo doméstico en los últimos meses, recogió las cariñosas cachetadas del cristinismo duro.

Aunque ya no sorprende, tampoco deja de inquietar la deliberada disposición a subordinar la economía a lo electoral, sobre todo cuando se coquetea con los extremos.

Ninguna victoria pírrica ha sido capaz de inmunizarnos de crisis futuras, y si el programa económico llega tarde, son muy altas las probabilidades de que haya problemas más graves a la vuelta a la esquina.

Cuesta encontrar efectos positivos en la historia de las intervenciones en el mercado de carne vacuna. Apenas los de corto plazo, y que no son inocuos. En el pasado reciente, el cierre de exportaciones, la suba de retenciones y el plan Carne para Todos nos llevó a poca carne para mañana. Y la mesa de los argentinos se siguió achicando y encareciendo.

No es la primera vez que el kirchnerismo pinta de progresiva una idea que al final es regresiva, porque potencia la crisis de expectativas, incluso más allá del sector productivo involucrado.

En el Frente de Todos obviamente no están todos, pero como coalición gobernante sí tiene la obligación de alinear las expectativas de la mayoría del todo. La fragmentación y la territorialidad de su base de sustentación lo llevan, una vez más, a alimentar sólo las expectativas de su todo, que, de nuevo, no son todos.