Dio más de 5000 entrevistas, cuenta con 160 publicaciones científicas, tres libros y cinco conferencias en el Vaticano, y se hizo hipermediático durante la pandemia. Con una larga trayectoria, Conrado Estol prácticamente no necesita una presentación formal. Según comenta el neurólogo, la gente lo para en la calle para saludarlo y sacarse una selfie, los taxistas le dicen que su voz es inconfundible e incluso algunos le proponen que se meta en política: “Hacete político, que yo te voto”, cuenta que le dijeron más de una vez. Pero él asegura que no le interesa la fama: “Lo hago porque creo que ayuda”.
En una charla con LA NACION el médico, pionero en el desarrollo del primer tratamiento de accidentes cerebrovasculares y fundador de la primera Unidad de ACV en la Argentina, compartió sus reflexiones sobre su último título Lo que nadie contó de la tragedia de Los Andes.
–¿Qué te motivó a escribir sobre la tragedia de los Andes y, particularmente, a contarla desde una perspectiva tan única?
–La motivación es múltiple. Por un lado, es un recuerdo imborrable, grabado en la infancia. Tenía 13 años y ver a mi padre leyendo el diario, impresionado porque habían encontrado a los uruguayos, es algo que no me olvido nunca más. También influyó el lugar donde ocurrió la tragedia. Yo pasaba todos los veranos en la finca de mi madre en Maipú, Mendoza, desde donde se podían ver los picos nevados donde había caído el avión. Conocía la cordillera, me resultaba algo familiar. Además, me quedé muy impactado al escuchar a Nando cuando por fin pude asistir a una de sus conferencias en un hotel en Punta del Este. De inmediato, me atrapó el aspecto médico de su relato y esa parte que aún no estaba dilucidada (cómo alguien no muere después de estar tres días en coma en esas condiciones). Pero lo que más me sorprendió fue descubrir que, lejos de ser el arquetipo del héroe, Nando era el arquetipo del hombre común. Su relato era sencillo, apenas se detenía en la capacidad del ser humano para sobrevivir a adversidades extremas. Su historia era minuciosa y me hacía pensar en una irónica bendición de la naturaleza en situaciones límite.
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–En tu libro mencionás que hay aspectos de la tragedia que nunca se habían contado. ¿Cuáles son?
–Lo que no se contó fue que la fractura abrió el cráneo. Nuestro cráneo protege al cerebro, pero también puede dañarlo. Cuando el cerebro se inflama dentro del cráneo, ya sea por un golpe, un ACV o una infección, no tiene espacio para expandirse. La inflamación se encuentra con una pared ósea, lo que genera presión, y esto puede llevar a la muerte. Sin embargo, en este caso, al romperse los fragmentos de hueso, se creó un espacio que permitió que el cerebro inflamado tuviera lugar para descomprimirse. Luego, lo pusieron en la nieve, expuesto a temperaturas de 15 grados bajo cero durante 3 días. Y al declararlo muerto, no le dieron agua. A esto se sumó que, a casi 4000 metros de altura, la deshidratación ocurre de forma natural. La falta de agua ayudó a reducir la inflamación del cerebro. Si dejás de tomar agua durante cinco días, la deshidratación extrema puede matarte. Sin embargo, en tres días fue suficiente para limitar la inflamación cerebral. Por último, debido al golpe, quedó en coma, y su cerebro permaneció dormido. Al tercer día se despertó, se recuperó y preguntó por su madre y su hermana. Supo que su madre había muerto. Cuidó a su hermana hasta que falleció. Finalmente fue él quien dijo: “Nos vamos de acá, yo los voy a sacar”. Fue en ese momento cuando pronunció su famosa frase: “Prefiero morirme tratando de vivir”. Así fue como convenció a Canessa de salir a caminar en busca de ayuda.
–¿Cuál fue el impacto de la naturaleza en la recuperación de Nando Parrado?
–En 1972, antes de que estos métodos se aplicaran en la medicina, la naturaleza actuó de forma espontánea. Lo deshidrató para limitar la inflamación cerebral, le provocó hipotermia mediante las bajas temperaturas y así disminuyó el consumo de oxígeno de las neuronas. De esta manera, lo mantuvo en un estado dormido para que sus neuronas estuvieran más tranquilas, sin demandar más oxígeno.
–¿En este caso, cómo actuó el frío extremo en sus neuronas?
–El frío extremo puede ser beneficioso en la dosis correcta, como todo en medicina. La hipotermia reduce el consumo de oxígeno de las neuronas, lo que les permite sobrevivir por más tiempo. Este es un tratamiento que ahora usamos en situaciones de trasplante, cirugía o cuando una persona llega con un ACV. Otro ejemplo de esto es el método de baños helados desarrollado por el holandés Wim Hof. Ya en 1940, se comenzó a bajar la temperatura a 34 grados (cuando la temperatura normal del cuerpo es de 36 y pico) para tratar infecciones graves. Se observó que los pacientes infectados a los que se les reducía la temperatura sobrevivían más.
–¿En qué medida la deshidratación que sufrió Parrado minimizó el edema cerebral y ayudó a curarlo?
–En el caso de Nando, su deshidratación controlada lo ayudó, ya que recibió la dosis justa. Al declararlo muerto, los amigos no le dieron agua. Además, a partir de los 3000 metros de altura, te deshidratás naturalmente. Un montañista necesita consumir entre 6 y 8 litros de líquido al día. La deshidratación puede ser mortal si es severa, pero en niveles limitados o moderados puede proteger. Por contrapartida, el exceso de agua puede causar inflamación cerebral. En maratones y deportes extremos, por ejemplo, una persona puede perder mucha agua al transpirar, pero si se hidrata solo con agua pura, podría morir. De hecho, en la maratón de Boston, un corredor murió después de hidratarse de esta manera al llegar a la meta. El agua pura le provocó una inflamación cerebral, un edema que le causó la muerte. Por esta razón, es fundamental tomar bebidas isotónicas que contienen sodio, potasio y azúcar. En condiciones normales, el agua es suficiente, pero en deportes extremos se necesita agua con sales.
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–¿Qué rol jugó la edad de Parrado en el proceso de su recuperación?
–Estos chicos tenían entre 19 y 24 años y ni siquiera se les había terminado de formar el cerebro, que termina de hacerlo a los 25 años. Una persona joven tiene más resistencia y capacidad de supervivencia. Puede aguantar más tiempo sin agua, sin comida, tiene mayor resistencia física y su sistema inmune defiende mejor contra infecciones. Las lesiones musculares u óseas también se reparan mucho más rápido. Además, mentalmente, no ve la muerte como una opción; le cuesta mucho más concebirla. El propósito de vida es uno de los factores que aumenta la expectativa de vida, incluso en las etapas más avanzadas, como los 70, 80 o 90 años. Pero a los 20 años, el propósito de vida es aún más claro: la muerte no es algo que un joven considere como una alternativa, si bien estuvo al lado de estos jóvenes durante los 72 días que pasaron en esas condiciones. Si hubieran tenido 40 años, no estoy seguro de que la biología y el propósito de vida hubieran jugado de la misma manera.
–¿Cómo se borra una experiencia traumática tan fuerte como esta?
–Yo creo que no se borra. La diferencia está en qué efecto causa a cada persona. A mí me tocó ver gente expuesta a un estrés tan extremo como el que vivieron estos chicos durante mi residencia en el hospital en los Estados Unidos. Allí, trataba a veteranos de Vietnam que sufrían del síndrome de estrés postraumático. Este síndrome habla de un cuadro psiquiátrico emocional que necesita tratamiento porque la persona queda alterada. Creo que los 16 uruguayos que sobrevivieron pudieron manejar el estrés de una forma muy inusual. Han pasado 52 años y no sabemos que ninguno haya tenido una manifestación química significativa de ese estrés.
–Para cerrar, ¿qué lecciones podemos aprender hoy de la tragedia de los Andes y del poder de la naturaleza?
–La naturaleza no se puede controlar. Por lo tanto, tenemos que hacer todo lo posible para no enojarla. Con esto me refiero a la crisis climática y la emisión de dióxido de carbono. El Amazonas, que antes era un gran absorbente de carbono, ahora se ha convertido en un emisor de dióxido de carbono, con más de 40.000 incendios intencionales al año. Debemos contribuir a que la naturaleza no se altere. Los seres humanos tenemos, desde hace miles de años, grabado en nuestra evolución el instinto de proteger a los demás. De hecho, funcionamos, y debemos funcionar, como una comunidad. Estos chicos se desempeñaron así: como grupo. Siempre se habla de la esperanza, del valor humano y del espíritu de supervivencia. Todos tenemos un coraje interno que espera el momento adecuado para salir. Cuando escuchamos historias cotidianas, de gente común, como la de quienes salvan a otros o se lanzan al frente para impedir un asalto, vemos al héroe cotidiano en personas comunes. Por último, otra lección proviene del mensaje emotivo que Nando compartió en una charla, cuando una mujer se le acercó para contarle la tragedia que estaba viviendo. Él le dijo: “Todos tenemos nuestros propios Andes”.
El neurólogo, que acaba de publicar un libro sobre cómo la naturaleza salvó a Nando Parrado, cuenta detalles médicos desconocidos de esta historiaVida SanaLA NACION