La ciudad donde Ana Frank puede ser protagonista de una farsa

Está claro que de manera voluntaria o involuntaria Córdoba parece destinada a la picaresca. Reír o hacer reír es su condena o su redención. Y la saga de la cabeza de la estatua de Ana Frank viene a confirmarlo una vez más.

Está claro, también, que no deben hacerse chistes sobre las víctimas del Holocausto. La prohibición ética se extiende incluso a la poesía y al cine. El filósofo Theodor W. Adorno decía que escribir poesía después de Auschwitz era “un acto de barbarie”. Y el crítico y cineasta Jacques Rivette trató de abyecto a Gillo Pontecorvo por incluir en la película Kapo un travelling para enfocar la mano de un prisionero suicida aferrada a un alambre de púas en un campo de concentración.

Sin embargo, en Córdoba, no se sabe si por efecto de los años que pasaron desde el genocidio nazi, por falta de memoria histórica o por esa propensión a hacer chistes con cualquier cosa –sin discriminar entre humor verde, blanco o negro–, hemos logrado que la víctima más conocida del nazismo, una adolescente alemana de origen judío que pasó meses recluida en un sótano en Ámsterdam y que murió de tifus en un campo de concentración, se convierta en la protagonista de una farsa.

La realidad no se indigna

Hay que aclararlo ahora, antes de que sea demasiado tarde: la realidad no se indigna, ni se escandaliza, sólo es tiempo que pasa y que se deja atrás a sí mismo como una cosa ya usada. Apenas algunos de sus fragmentos compodrán en el futuro una versión de la historia que, por supuesto, nunca será un reflejo exacto de la realidad.

En el caso de esta historia, ya desde el principio, mediados de la década de 1990, todo propendía a la comedia. La estatua original, obra del escultor Carlos Belveder, fue atribuida al arquitecto Isaac Nahmias, quien en 1995, cuando fue emplazada, era vicepresidente de la Daia Córdoba. Casi dos décadas después, en 2013, un vándalo no tuvo mejor idea que decapitarla, y uno de los efectos colaterales de ese acto fue revelar el verdadero autor del monumento.

Primero se encargó la restauración de la cabeza a Nahmias, pero el arquitecto demostró una profunda incompatibilidad con el arte de la escultura y lo que injertó sobre el torso de la Ana Frank de yeso fue una aberración que dio la vuelta al mundo (y que aún sigue girando en forma de memes). Estaba tan mal hecha que no daba lástima sino risa. Fallaba en el tamaño, en la expresión de los ojos, en el rictus de los labios.

Visto el espantoso resultado, las autoridades de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad decidieron arrancar también esa segunda cabeza y encargarle una tercera a Belveder, quien se acercó un poco más a la primera versión, aunque no terminó de recuperar su gracia (visible, por suerte, en las fotos de archivo).

La larga risa

Por ahora, el último episodio de la farsa es la reaparición de la cabeza en un contenedor de basura. Juan José Torres, el portero que la encontró y se la llevó a su casa, se sacó una foto en la que aparece tentado de la risa con la pieza de yeso bajo el brazo.

Sería injusto decir que trata de una risa irresponsable, porque Torres se ocupó de comunicarse con las autoridades de museos para contarles el hallazgo, debido a lo cual ahora la cabeza (con la nariz rota) será analizada por expertos para determinar si es o no es la original.

Sin embargo, sí es justo afirmar (o postular o imaginar) que esa risa, separada de los labios del portero, despersonalizada, tiene una vida propia y flota en medio de la nada, como un ícono, como un logo. Aunque ese símbolo no muestre toda la verdad de Córdoba, tan vasta y múltiple como el número de sus habitantes, sin dudas la sintetiza con una perfección que sería siniestra si no fuera simplemente cómica.

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