Alberto Fernández y los límites del discurso político

En uno de sus cuentos más irónicos, el escritor Oscar Wilde relata que, en medio de una obra teatral a platea repleta, “una enorme nube de humo se extendió por los costados del escenario, que fue sitiado por grandes lenguas de fuego”.

El público reaccionó aterrorizado y comenzó a correr en estampida hacia la salida, empujándose y dando alaridos.

Entonces uno de los actores, con gran “presencia de ánimo” –tal el título del cuento– se precipitó al escenario, levantó su brazo pidiendo atención y con voz firme solicitó que se hiciera silencio. Explicó al público que el fuego no era peligroso, que estaba bajo control y les pidió amablemente que volvieran de inmediato a sus asientos. La multitud se tranquilizó, le obedeció, cada uno regresó a sentarse en su lugar, las llamas crecieron y todos perecieron calcinados.

Las palabras, no importa lo convincentes o tranquilizadoras que sean, tienen sus límites impuestos por la realidad.

En su discurso ante el Congreso de la Nación el presidente Alberto Fernández incurrió en escenas propias del cuento wildeano.

Anunció que su gobierno promoverá un juicio contra la administración de su predecesor, Mauricio Macri, por haber endeudado al país con el FMI. Esto, Fernández lo decía sentado al lado de su vicepresidenta, Cristina Fernández, quien también endeudó masivamente al país con el FMI. Ni a él ni a ella -esta presencia de ánimo hay que reconocerla- se le movió un párpado mientras lanzaba su amenaza en el recinto legislativo.

Te amo, te odio, dame más

En ese mismo acto el presidente acusó al FMI de haber tenido una conducta deshonesta cuando prestó tantos millones de dólares al macrismo para ayudarlo a ganar las elecciones.

Al mismo tiempo, su ministro de Economía Martín Guzmán transpiraba en la grada porque es el encargado de convencer al FMI de que se vuelva a hacer amigo de la Argentina, que nos permita paga en cómodas cuotas hasta dentro de 10 años y que nos vuelva a prestar más dinero. Esa misión se la encargó el presidente Fernández, el mismo que ayer tronaba contra el FMI y le complicaba las negociaciones.

Los absurdos del discurso político se aprecian diariamente. El presidente anunció que avanzará con el desarrollo de la industria cannábica, cuya ley renovada hoy permite el autocultivo hogareño para los pacientes. Pero al mismo tiempo del anuncio presidencial, en los los tribunales federales del país están activos cientos de casos de persecución penal contra cultivadores y simples consumidores. La realidad se empeña, otra vez, en no adaptarse a las palabras.

La semana pasada el país se enteró de que, a partir de ahora, para obtener el carné de conducir cada persona deberá aprobar un curso sobre género, patriarcado y heteronormatividad. Así se le ocurrió al director de la Agencia Nacional de Seguridad Vial, Pablo Carignano. Un funcionario de tercer nivel decidió que puede imponerle a todo el país tomar cursos sobre la temática que a él se le ocurre obligatoria, ignorando principios constitucionales que, entre otras cosas, dicen que ninguna persona puede ser forzada a hacer lo que la ley no manda.

De multiplicarse este tipo de iniciativas, que con un discurso adaptado a la época intenta ingenuamente modificar problemáticas como la violencia de género, podríamos vernos obligados a otras prácticas insólitas. Los peluqueros, por ejemplo, podrían ser obligados a controlar que sus clientes reciten sin errores el preámbulo de la Constitución Nacional como condición sine qua non para cortarles el cabello, o los cines y teatros podrían impedir el ingreso de los espectadores que no muestren un libre deuda impositivo. No hay límites para el absurdo.

País eufemismo

Cuando el gobierno dice que quiere superar la grieta política y en el mismo discurso anuncia que enviará a juicio a sus principales referentes, y asegura respetar la división de poderes al mismo tiempo que anuncia proyectos para debilitar la Corte Suprema y el Poder Judicial, las posibilidades narcotizantes del discurso comienzan a evaporarse.

Decirle reacomodamiento de precios a la inflación, sensación de inseguridad al aumento de la delincuencia, sintonía fina al ajuste económico, son recursos discursivos con los que gobiernos de distintos signos políticos han intentado enmascarar la realidad. En este terreno, los demagogos y populistas siempre llevan una ventaja clara frente a quienes intentan construir discursos científicos y reemplazan las promesas con previsiones racionales. 

Todo discurso político es un esfuerzo de construcción de una realidad más amable hacia los intereses propios. Los “deseos imaginarios” de los que habló Juan José Sebreli en su famoso libro sobre el peronismo. En la era de la desinformación las ficciones políticas tiene carné de circulación libre y tranquilizan a las audiencias. Hasta que el humo se apropia del escenario.

 

Alberto Fernández (Presidencia de la Nación)
Alberto Fernández y su discurso para los oídos de Cristina. (Federico López Claro)
Alberto Fernández, presidente de la Nación. (Presidencia de la Nación)