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Soja, récord y el espejo del pasado

El desenlace del invierno de 2012 coincidió con una fase de apoteosis sojera en el Mercado de Chicago. Fue cuando los mil kilos del poroto se pagaban a 650 dólares.

Nueve años después, ha vuelto a trepar muy cerca de ese nivel de precios, con todo lo que significa para un país con un marcado perfil agroexportador, sediento de dólares y ajado por múltiples crisis potenciadas con la pandemia.

La pregunta, más allá de la ventana de oportunidad que el Banco Central está aprovechando para recuperar reservas, es si volveremos a hacer lo mismo que en 2012 y después de aquel frenesí, precedido por el salto de precios de 2008, que abrió la herida (nunca cerrada) con el agro, tras el fallido proyecto de retenciones móviles.

Casi una década atrás, después del pico, la cotización internacional de la soja se sostuvo en una franja de 400 a 550 dólares durante otros dos años. Luego osciló entre 300 y 400 dólares hasta 2018, para después caer debajo de 350 dólares hasta la expansión del Covid.

Es interesante pisar sobre la bisagra de 2012, porque fue el inicio del stop and go de este siglo, tras la inédita fase de superávits gemelos (fiscal y comercial). Es paradójico, pero lo que vino luego de la soja récord fue estancamiento, agotamiento del modelo económico y descenso al infierno.

En aquel año, el país ya había vuelto al déficit, y la inflación se acercaba al 30 por ciento anual. La distorsión de precios relativos empezaba a profundizarse, crecía la presión tributaria, y el gasto público consolidado ya equivalía a más de un tercio del PIB.

El sistema de jubilaciones y pensiones se encaminaba a duplicar la cantidad de beneficiarios, por el impacto del plan de inclusión previsional, y los subsidios a los servicios públicos ya nadaban en la irracionalidad.

Un paréntesis para este último punto, ahora que el kirchnerismo duro fija de nuevo la agenda tarifaria. La Secretaría de Energía envió un e-mail al Ente Regulador de la Electricidad (Enre) para hacer “más eficiente la identificación” de los usuarios. O sea, escribir recién ahora un capítulo central del viejo testamento de la patria subsidiada. Un verdadero lujo.

En la Ley de Presupuesto se menciona, entre los objetivos del Enre, la promoción de “la competitividad de los mercados de producción y demanda de electricidad y el adecuado funcionamiento de los sistemas de producción de energía eléctrica, alentando las inversiones en el sector para asegurar el suministro a largo plazo”. Reír o llorar.

La intervención del organismo está a cargo de María Soledad Manin, una abogada que fue una estrecha colaboradora de Federico Basualdo, el subsecretario de Energía al que el ministro Martín Guzmán (Economía) quiso desplazar y que la precedió en el Enre.

El ente proyectó un gasto de 862,1 millones de pesos para este año, de los cuales 650,6 millones corresponden a personal. Lo llamativo es que previó gastar 2,5 veces más en personas contratadas que en la planta permanente. Curioso.

Pero volvamos a 2012, cuando la soja récord contrastaba con una pobreza que ya rondaba el 25 por ciento y el mercado laboral empezaba a chocar con dificultades para crear puestos formales en el sector privado.

Como positivo, el producto interno bruto (PIB) por habitante superaba los 17 mil dólares y las exportaciones ascendían a 80 mil millones de dólares anuales.

Lo cierto es que ninguno de esos datos ha podido ser mejorado casi una década después. En 2019, las ventas al exterior quedaron en 65 mil millones de dólares, y en 2020 no superaron los 55 mil millones, pandemia mediante.

En el medio, el país experimentó una primarización de sus exportaciones y el flujo de recursos que el Estado captó vía retenciones derramó poco y nada para incentivar un mayor agregado de valor en bienes y servicios transables.

El PIB per capita cayó a 14 mil dólares, es decir, el mismo nivel de 2005 y, peor aún, de 1974. El empleo privado se desplomó, a contramano del sector público, a la vez que aumentaron la precarización, la informalidad, la cantidad de cuentapropistas y la pobreza.

La calesita completó la vuelta y el “yuyo” volvió a superar los 600 dólares por tonelada, pero la debilidad socioeconómica de Argentina es de tal magnitud que, una vez más, el impacto de la soja récord corre el riesgo de ser monopolizado por las urgencias retroalimentadas con la mala praxis del pasado.