Si contamina y destruye, la responsabilidad es para siempre
Entre 1970 y 2016, la disminución global promedio de especies vertebradas fue del 68 por ciento. América latina y el Caribe superaron a todas las regiones, con una disminución del 94 por ciento. En su informe 2021, la organización internacional Planeta Vivo explica que las causas de este desastre deben buscarse en la forma en la que se producen los alimentos; también en la sobreexplotación animal, en el cambio climático y en la introducción de especies invasoras.
Del mismo modo, el último Informe de Cambio Climático de las Naciones Unidas, elaborado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, es contundente: la actividad capitalista ha calentado la atmósfera, los océanos y la tierra. Estamos en alerta roja; si seguimos como ahora, para 2050 el nivel de calentamiento global será de entre 1,5 y dos grados superior al actual, y las consecuencias serían devastadoras para nuestras vidas.
La conclusión es clara: el planeta está al borde del colapso ambiental y el tiempo que tenemos para actuar es muy escaso: si no hacemos cambios radicales, en 10 años ya no habrá retorno posible. 2030 es el punto límite, pero el momento de actuar es ahora.
Este panorama es el producto de años de políticas conscientemente destructivas de nuestros bienes comunes, cuyo único fin es la ganancia empresarial. En países como el nuestro, la excusa es el progreso y el trabajo, pero eso nunca llega, lo único que nos dejan es contaminación y despojo. Quisieron vendernos la megaminería, el fracking, la sojización, la industrialización animal y el feedlot como la salida para todos nuestros males. Pero a la luz de los hechos, con un 50 por ciento de la población pobre, más del 10 por ciento desocupada y un pasivo ambiental enorme y en constante crecimiento, cualquiera puede concluir que era todo mentira.
Las decisiones sobre qué, cómo y con qué se produce las toman unos pocos poderosos, mientras la población resiste sus planes luchando en las calles y sin ser escuchada. En esto no hay grieta: el Gobierno nacional, el provincial y también la derecha defienden el extractivismo. El propio ministro de Ambiente de la Nación, Juan Cabandié, reconoció que la única posibilidad que concibe el gobierno de Alberto y de Cristina para pagar deuda externa es contaminar.
Las comunidades, en cambio, hace años gritan que no están dispuestas a sacrificar su salud, su vida y el futuro para que un par de ricos –en este caso, los acreedores externos– se llenen los bolsillos. Este modelo es inviable; tenemos que discutir otro antes de que sea tarde. Uno donde el eje esté puesto en las personas y el ambiente, y no en los dólares; que contemple un profundo cambio de matriz energética, para terminar con la contaminación por combustibles fósiles y con una producción orientada por las necesidades y no por la ganancia, donde la voz de las comunidades sea la que decida todo.
Pero también es tiempo de debatir las responsabilidades sobre los daños ocasionados. Hoy el daño ambiental no tiene condena; de hecho, estos delitos no están tipificados en el Código Penal. Por ello, cuando se logra llevar a algunas de las corporaciones o a los cómplices al banquillo, se hace con leyes cuyas penas son realmente mínimas.
Así pasó con los responsables del desastre provocado por Taym, que contaminaron el agua y la tierra con metales pesados que estarán allí por generaciones y ni siquiera llegaron a ser juzgados, porque la Justicia dejó prescribir la causa.
Algo similar sucedió con los fumigadores de barrio Ituzaingó, en el sur de la ciudad de Córdoba: después de un juicio denominado “histórico”, sólo se los condenó a trabajo comunitario, mientras los vecinos del barrio siguen teniendo agrotóxicos en sangre y padecen severas enfermedades.
Entonces, incorporar estos delitos al Código Penal es fundamental: quienes fumigan, prenden fuego, desmontan, destruyen y contaminan, tienen que ser penados. Pero, además, esos delitos tienen que ser imprescriptibles, es decir, deben poder juzgarse siempre. Hay muchas razones que justifican esto. En primer lugar, que el delito ambiental no se consuma en un solo acto; el daño permanece e incluso se hace evidente tiempo después de cometido.
Además, quienes provocan estos desastres son corporaciones poderosas que actúan al amparo del poder, financian campañas y tienen fuerte injerencia sobre los gobiernos. E incluso, muchas veces, son los mismos funcionarios públicos quienes infringen las leyes. Por eso, que no prescriban es el único camino para evitar la impunidad.
La protección de nuestros bienes comunes no es una cuestión ideológica: es una urgente tarea histórica que están abrazando masivamente las nuevas generaciones. Las más conscientes de la necesidad de proteger nuestro planeta de la amenaza mortal que el capitalismo significa para la vida misma. Cada nuevo día plantea con más fuerza aún que el anterior la disyuntiva entre depredación capitalista o ecosocialismo.
* Legisladora provincial y precandidata a diputada por el MST en el Frente de Izquierda Unidad