Elecciones en Estados Unidos: se definirá por un escaso margen de error en algunos estados clave

Desde Wikipedia, resulta sencillo consultar acerca de la victoria de Donald Trump en 2016. No obstante, hoy instalado en la ciudad de Detroit, en Michigan, la valoración de la carambola que lo convirtió en presidente en aquella elección me sigue impactando. Y con idéntica fuerza que cuando recorrí por primera vez esta región decisiva, captando de primera mano el romance del entonces outsider con la población suburbana de la región, en el marco de un acto de campaña en Warren, también en Michigan, a pocos días de su triunfo sobre Hillary Clinton.

Que un candidato republicano logre penetrar la muralla azul de los estados del “cinturón oxidado”, a caballo de una base electoral proveniente de pequeñas ciudades, representa un milagro en sí mismo. No obstante, tan importante como el qué resulta el cómo.

Detroit es la ciudad con la mayor proporción de afroamericanos de Estados Unidos, seguida por Memphis, Baltimore y Atlanta. Ello implica que, en lo referido a la faz electoral, los demócratas jueguen no sólo con el respaldo del muro mencionado, sino también con la defensa de su alma negra.

Por cierto, un activo que diferentes encuestadores estiman que hoy juega a favor de Kamala Harris en una relación de 70 a 30. Es decir, Trump, en aquel bautismo de fuego electoral de 2016, logró contrarrestar en Michigan aquel paragolpe demócrata adicional de los condados más poblados de Wayne y Oakland, con su músculo electoral suburbano asentado en dos condados más pequeños como Kent y Macomb, más el auxilio adicional de las pequeñas comunas de granjeros encuadrables dentro del paradigma del anglosajón blanco.

En tal sentido, el resultado final lo dice casi todo: un infartante 0,23% a favor de Trump versus Clinton en Michigan que, extendido a los otros dos estados del medio oeste hoy en el foco de atención de los medios mundiales, generó una misión imposible para los encuestadores. En particular, sondear las preferencias del público en contextos electorales que arrojan diferencias por debajo del margen de error de las encuestas, tal como ocurrió en Pensilvania y en Wisconsin, con 0,72% y 0,77%, también a favor de Trump.

La normal anomalía

Si algo dejó en limpio aquella elección de 2016 fue que el magnate neoyorquino encarnó una gran anomalía que, en el caso puntual de Pensilvania, forzó a remontarse 176 años para atrás, ¡a 1840!, para identificar una diferencia electoral tan exigua que, en el promedio de los tres estados mencionados, alcanzó apenas a un irrisorio 0,58%.

Sin embargo, la precuela de aquella elección de 2016 en 2020 volvió a desnudar una verdadera película de terror no sólo para los encuestadores, sino también para Estados Unidos y el mundo en general.

De aquel 0,58% promedio a favor de Trump al 1,5% también promedio que, cuatro años después, favoreció a Biden y a los demócratas. En síntesis, una diferencia que invita a los encuestadores a convertirse en adivinadores y, en lo profundo, desnuda un proceso electoral en el que las grandes escuderías arrancan con 210 o 220 sillas del Colegio Electoral en su bolsillo y el resultado de la elección queda marcado a fuego por las 44 sillas que distribuyen estos tres estados donde hoy llega débil el huracán de la modernidad digital con epicentro en Palo Alto.

Estados lejos de la modernidad

En especial, se trata de una región afectada durante décadas por el desmantelamiento de la industria manufacturera relocalizada en China o en México, la migración de la población joven, el consecuente envejecimiento de la población, así como por una nueva realidad protagonizada por inmigrantes provenientes de Yemen, Bangladesh e India, entre otros países. Por cierto, una nueva realidad que hoy toca a suburbios de Detroit, como Dearborn o Hamtramck, cada uno sede de las poderosas Ford y General Motors.

Vale aclarar: una nueva realidad que, en contra del discurso xenófobo de Trump, no implica de modo alguno una ventaja para los demócratas. Por el contrario, fui testigo de una marcha de apoyo a Palestina a raíz de los bombardeos israelíes a la Franja de Gaza, en la que la consigna promovida por los organizadores de no votar a Harris representa un aval implícito al candidato republicano.

Asimismo, muchos pequeños y medianos comerciantes de la comunidad musulmana de Michigan tienen cierta simpatía con la narrativa pronegocios de Trump.

Pronóstico reservado

La tercera carrera con el mismo protagonista, que ya tiene poco de outsider, será más parecida a la primera que a la segunda. En parte. Como me dijo la politóloga Marjorie Shambaugh-Thomson, de la Universidad Estatal de Wayne, en Detroit, la competencia 2024 volverá a poner en primer plano la cuestión de género como en 2016, pero en simultáneo reeditará la polarización racial sólo experimentada en la elección de 2008, que coronó a Barack Obama como el primer presidente negro de Estados Unidos.

No obstante, la carrera 2024 pondrá en juego, a la par, otro experimento inédito: la sustitución del candidato presidencial oficialista a escasos cuatro meses de la elección presidencial. Vale aclarar, no explicada a partir de la muerte o la incapacidad del candidato, sino por la frustrada presentación de Biden ante un medio de comunicación tradicional que muchos especialistas daban por muerto ante el avance arrollador de las plataformas digitales. En tal sentido, cabe preguntarse acerca de cómo terminará este juego de sumas y restas.

En ese terreno, resulta obvio descontar una mejor performance demócrata en todos aquellos estados con una diversidad poblacional y un perfil demográfico alineado con el origen y la juventud de la candidata. Ello vale para los estados que arrancan de movida en el bolsillo de los demócratas, como California y Nueva York, aunque también para aquellos con una victoria segura de los republicanos, como Florida. En una palabra, en todos aquellos estados donde estirar diferencias no tiene valor en el contexto del sistema de Colegio Electoral.

En ese plano, resulta imperioso volver al comienzo. La elección norteamericana se definirá, una vez más, por un promedio inferior al margen de error de las encuestas en este puñado de estados que representan una suerte de Atlántida del siglo 20, salpicada por vestigios de plantas industriales, una población suburbana blanca sensible al discurso agresivo de Trump, una ola de inmigración de ambiguo color político y, por último, un factor que será clave en el resultado final: la activación del votante negro que en su momento logró Obama y que aún no está claro que consiga Harris.

(*) Analista político, autor de Estados Unidos versus China, Argentina en la nueva guerra fría tecnológica.

Desde Wikipedia, resulta sencillo consultar acerca de la victoria de Donald Trump en 2016. No obstante, hoy instalado en la ciudad de Detroit, en Michigan, la valoración de la carambola que lo convirtió en presidente en aquella elección me sigue impactando. Y con idéntica fuerza que cuando recorrí por primera vez esta región decisiva, captando de primera mano el romance del entonces outsider con la población suburbana de la región, en el marco de un acto de campaña en Warren, también en Michigan, a pocos días de su triunfo sobre Hillary Clinton.
Que un candidato republicano logre penetrar la muralla azul de los estados del “cinturón oxidado”, a caballo de una base electoral proveniente de pequeñas ciudades, representa un milagro en sí mismo. No obstante, tan importante como el qué resulta el cómo.
Detroit es la ciudad con la mayor proporción de afroamericanos de Estados Unidos, seguida por Memphis, Baltimore y Atlanta. Ello implica que, en lo referido a la faz electoral, los demócratas jueguen no sólo con el respaldo del muro mencionado, sino también con la defensa de su alma negra.
Por cierto, un activo que diferentes encuestadores estiman que hoy juega a favor de Kamala Harris en una relación de 70 a 30. Es decir, Trump, en aquel bautismo de fuego electoral de 2016, logró contrarrestar en Michigan aquel paragolpe demócrata adicional de los condados más poblados de Wayne y Oakland, con su músculo electoral suburbano asentado en dos condados más pequeños como Kent y Macomb, más el auxilio adicional de las pequeñas comunas de granjeros encuadrables dentro del paradigma del anglosajón blanco.
En tal sentido, el resultado final lo dice casi todo: un infartante 0,23% a favor de Trump versus Clinton en Michigan que, extendido a los otros dos estados del medio oeste hoy en el foco de atención de los medios mundiales, generó una misión imposible para los encuestadores. En particular, sondear las preferencias del público en contextos electorales que arrojan diferencias por debajo del margen de error de las encuestas, tal como ocurrió en Pensilvania y en Wisconsin, con 0,72% y 0,77%, también a favor de Trump.
La normal anomalía
Si algo dejó en limpio aquella elección de 2016 fue que el magnate neoyorquino encarnó una gran anomalía que, en el caso puntual de Pensilvania, forzó a remontarse 176 años para atrás, ¡a 1840!, para identificar una diferencia electoral tan exigua que, en el promedio de los tres estados mencionados, alcanzó apenas a un irrisorio 0,58%.
Sin embargo, la precuela de aquella elección de 2016 en 2020 volvió a desnudar una verdadera película de terror no sólo para los encuestadores, sino también para Estados Unidos y el mundo en general.
De aquel 0,58% promedio a favor de Trump al 1,5% también promedio que, cuatro años después, favoreció a Biden y a los demócratas. En síntesis, una diferencia que invita a los encuestadores a convertirse en adivinadores y, en lo profundo, desnuda un proceso electoral en el que las grandes escuderías arrancan con 210 o 220 sillas del Colegio Electoral en su bolsillo y el resultado de la elección queda marcado a fuego por las 44 sillas que distribuyen estos tres estados donde hoy llega débil el huracán de la modernidad digital con epicentro en Palo Alto.
Estados lejos de la modernidad
En especial, se trata de una región afectada durante décadas por el desmantelamiento de la industria manufacturera relocalizada en China o en México, la migración de la población joven, el consecuente envejecimiento de la población, así como por una nueva realidad protagonizada por inmigrantes provenientes de Yemen, Bangladesh e India, entre otros países. Por cierto, una nueva realidad que hoy toca a suburbios de Detroit, como Dearborn o Hamtramck, cada uno sede de las poderosas Ford y General Motors.
Vale aclarar: una nueva realidad que, en contra del discurso xenófobo de Trump, no implica de modo alguno una ventaja para los demócratas. Por el contrario, fui testigo de una marcha de apoyo a Palestina a raíz de los bombardeos israelíes a la Franja de Gaza, en la que la consigna promovida por los organizadores de no votar a Harris representa un aval implícito al candidato republicano.
Asimismo, muchos pequeños y medianos comerciantes de la comunidad musulmana de Michigan tienen cierta simpatía con la narrativa pronegocios de Trump.
Pronóstico reservado
La tercera carrera con el mismo protagonista, que ya tiene poco de outsider, será más parecida a la primera que a la segunda. En parte. Como me dijo la politóloga Marjorie Shambaugh-Thomson, de la Universidad Estatal de Wayne, en Detroit, la competencia 2024 volverá a poner en primer plano la cuestión de género como en 2016, pero en simultáneo reeditará la polarización racial sólo experimentada en la elección de 2008, que coronó a Barack Obama como el primer presidente negro de Estados Unidos.
No obstante, la carrera 2024 pondrá en juego, a la par, otro experimento inédito: la sustitución del candidato presidencial oficialista a escasos cuatro meses de la elección presidencial. Vale aclarar, no explicada a partir de la muerte o la incapacidad del candidato, sino por la frustrada presentación de Biden ante un medio de comunicación tradicional que muchos especialistas daban por muerto ante el avance arrollador de las plataformas digitales. En tal sentido, cabe preguntarse acerca de cómo terminará este juego de sumas y restas.
En ese terreno, resulta obvio descontar una mejor performance demócrata en todos aquellos estados con una diversidad poblacional y un perfil demográfico alineado con el origen y la juventud de la candidata. Ello vale para los estados que arrancan de movida en el bolsillo de los demócratas, como California y Nueva York, aunque también para aquellos con una victoria segura de los republicanos, como Florida. En una palabra, en todos aquellos estados donde estirar diferencias no tiene valor en el contexto del sistema de Colegio Electoral.
En ese plano, resulta imperioso volver al comienzo. La elección norteamericana se definirá, una vez más, por un promedio inferior al margen de error de las encuestas en este puñado de estados que representan una suerte de Atlántida del siglo 20, salpicada por vestigios de plantas industriales, una población suburbana blanca sensible al discurso agresivo de Trump, una ola de inmigración de ambiguo color político y, por último, un factor que será clave en el resultado final: la activación del votante negro que en su momento logró Obama y que aún no está claro que consiga Harris.
(*) Analista político, autor de Estados Unidos versus China, Argentina en la nueva guerra fría tecnológica.La Voz

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