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Alberto Fernández y el fin de la vida pública

A pocos días de las elecciones de medio término, el presidente Alberto Fernández atraviesa momentos difíciles. Los “vacunados vip”, el incremento de la pobreza, el fracaso sanitario en torno de los más de 100 mil muertos que lo convirtieron en esclavo de sus propias palabras, las “visitas vip” a la Quinta de Olivos y las fotos y videos (que no cesan de aparecer) de los festejos llevados a cabo allí (en plena cuarentena estricta), son sólo algunos de los motivos que hicieron caer su imagen de forma estrepitosa en pocos meses.

En este sentido, la preocupación de Fernández por la pérdida de legitimidad de su figura se hizo evidente. Luego de ser criticado y acusado de culpar a su “compañera” Fabiola Yáñez por la reunión en Olivos, reapareció en el acto de inauguración del Centro Universitario de Innovación, para desdecirse y asumir la responsabilidad por lo sucedido. Allí, además, en un intento por demostrar que su determinación y autoridad permanecen intactas, el Presidente aprovechó la ocasión para avisar, mediante un enojo sobreactuado, que no lo van a hacer “caer” por aquel “error”. Pues tal vez caer no sea la palabra adecuada, pero, en año de elecciones y según arrojan los últimos sondeos, el escándalo de Olivos afectaría el voto en perjuicio del Frente de Todos. Así, hasta Cristina Kirchner parece pasarle factura a su compañero de fórmula cada vez que decide humillarlo en público.

Seamos claros al respecto: si somos realistas, lo más probable es que el pedido de juicio político a Fernández por parte de la oposición quede en la nada. Ello no significa que en una sociedad que se respeta no deban existir quienes al menos sugieran una instancia de estas características. Es que la discusión en torno de lo sucedido no puede agotarse en la imagen electoral del Presidente y su partido.

Lo hecho por Fernández no sólo fue un acto personal de hipocresía moralmente condenable. Fue más que eso: configuró un delito. Representó tanto la violación de una “medida adoptada” para impedir la propagación de la pandemia como la desobediencia al decreto presidencial 576/2020, que prohíbe eventos “de cualquier índole” que “impliquen la concurrencia de personas”.

Ahora bien, cuando Fernández “asumió” su “error” lo hizo en nombre de Alberto y no en nombre del presidente de la Nación. Esto significa que, por más que son la misma persona, Fernández se ocupó de disociarse a sí mismo: por un lado está la persona que hizo la ley; por el otro, quien la incumplió. Así, la primera es el presidente: ese personaje que prometió ser implacable con los “idiotas” (como él mismo los llamó) que rompieran las normas. Es la persona pública. La segunda, en cambio, es simplemente Alberto: un “individuo privado” que, a diferencia del anterior, pretende ser reducido a “un manojo de atributos, deseos, traumas e idiosincrasias personales”, tal y como, en su Pedir lo imposible, lo describiría el filósofo Slavoj Zizek. Alberto sería entonces alguien que se puede equivocar, una persona común, como todos.

Esta distinción entre los dos Fernández en absoluto es inocente. Sirve para exculpar y aminorar responsabilidades. De este modo, por ejemplo, el Presidente no viola sus propias normas sino que se limita a dictarlas. Quien las viola es Alberto, una persona distinta y falible. Luego, el delito se convierte en un mero error, y errores cometemos todos.

Con un “reconocimiento” del desacierto y unas “disculpas”, con “hacerse cargo y dar la cara”, debería entonces bastar para poder pasar a otra cosa. Algo que, sin embargo, de ninguna manera aplica al resto de los “individuos privados” que conforman la sociedad civil. Los escrachados y multados por no cumplir la estricta cuarentena estipulada por el oficialismo se cuentan de a miles. Ni hablar de aquellos que sí cumplieron las normas y que, por ello, no pudieron ver a sus familiares o despedirse de ellos, o que sufrieron el cierre de sus negocios y la pérdida de los ahorros de toda su vida.

Pero retornemos al artilugio discursivo de Fernández. Zizek sostiene que al contrario de lo que suele afirmarse respecto de que “todo está a disposición de los medios de comunicación y que ya no tenemos vida privada”, en verdad lo que ya no tenemos es “vida pública”: “Lo que está desapareciendo realmente aquí es la propia vida pública, la misma esfera en la que uno funciona como un agente simbólico que no puede ser reducido a un individuo privado”.

De ser así, Fernández personificó un excelente ejemplo, pero sólo de forma parcial, cuando más le convino. Sucede que los argentinos no podemos negar que vivenciamos la faceta pública de Fernández. Es la faceta que vemos en el momento en que pretende indicarnos cuándo podemos circular y trabajar y cuándo no. Es la faceta de quien nos reta y se “preocupa” por nosotros. Es el Fernández paternalista, tanto que a veces incluso puede confundir Estado y gobierno. De modo que, al menos en nuestro país, la vida pública no se extinguió, sino que se distorsionó.

En este escenario, lo que nos queda es cuidar que la vida pública de nuestros representantes permanezca siendo pública incluso cuando no es de su beneficio. En otras palabras, evitar la impunidad. No permitir, por ejemplo, que la admisión forzosa de un delito se disfrace de admisión honesta y voluntaria de un simple “descuido”. La vida pública de Fernández, como la del resto de nuestros políticos, rige con sus aciertos y errores o no rige en absoluto. Esta es la única manera de lograr que la vida pública en nuestro país no desaparezca.

* Investigador de la Fundación Libre