Mirá que te como: la inflación sólo ataja para el Estado

Hace poco anunció su retiro Cristiano Rattazzi, después de haber trabajado 50 años en la filial argentina de Fiat. La mitad de ese tiempo fue presidente de la compañía, que ahora integra el Grupo Stellantis (fusionada con PSA).

Su verborragia, teñida de un inconfundible acento italiano, siempre desparramó un racimo de frases de colección. Una de las que más pronunció en la última década es la que compara a la inflación argentina con la droga. El concepto mantiene una triste vigencia.

¿Hasta qué extremo el fin justifica los medios? En años electorales, la respuesta de manual será siempre la misma: hasta lo necesario. Al fin y al cabo, no hay mal que por bien no venga. La cuestión es quién o quiénes se benefician en detrimento de otros y a qué costos.

Con la inflación, una vez más, está pasando eso. Su trabajo sucio sólo tiene un ganador de corto plazo: el Estado, que puede licuar sus gastos (incluso el impacto de las Leliq) bajo esa “generosa” sombra, sobre todo la enorme mochila de erogaciones poco flexibles a los ajustes.

Por eso puede darse el tremendo lujo de promover nuevas paritarias que elevan al 45 por ciento la actualización de los salarios. Difícil que el sector privado pueda seguir esa pauta, que además no impacta en el expandido universo del empleo informal.

En una charla que organizó la Bolsa de Comercio de Córdoba, la economista Diana Mondino advirtió sobre los desincentivos al trabajo. “El 30 por ciento de toda la recaudación impositiva proviene de impuestos al empleo. Incluso, esa vía es mayor que IVA y Ganancias juntos”, dijo.

Otra ventana para mirar el fenómeno es la evolución de los depósitos en el sistema financiero: los que generan los privados caen 4,7 por ciento interanual en términos reales; los públicos suben 12,3 por ciento real, según los datos hasta junio que elaboró el Banco Central (BCRA).

¿Cuánto se demanda de todo ese volumen de pesos? Poco. Algo fluye a través del financiamiento para un consumo al que le cuesta salir del pozo. Y no mucho más. Ese desfase no es inocuo.

Jugado y con pocas fichas, el Gobierno rebota entre dos muros: el sanitario y el económico. Intenta incidir sobre ambos al mismo tiempo. La pelea contra el coronavirus es tan inédita como errática. En la gestión de la economía, no hay nada nuevo bajo el sol invernal.

Con una baraja de cartas marcadas, el oficialismo combina medidas heterodoxas con atraso cambiario y tarifario para construir una efímera ilusión en los bolsillos.

El problema es que buena parte de estos mecanismos implican costos diferenciales para el sector productivo. La historia de siempre: alguien tiene que pagar, un capítulo que el Instituto Patria esquivó en el seminario taller al que bautizó, con impronta ricotera, “Todo precio es político”.

En clave metafórica, el economista Diego Dequino dice que el Estado está actuando como si fuera una megaempresa que se mueve en el mercado para defender sólo su propio arco. Suerte para el resto.

“La inflación está haciendo su trabajo en todos los rincones en los que el gasto es inflexible. Pero eso recae sobre el sector privado, donde duele en las dos puntas (ingresos y costos) y, por lo tanto, no son las condiciones para poder crecer”, explica.

La esperada desaceleración de la suba de precios es una buena noticia a mitad de camino. Como no está traccionada por causas genuinas, la inflación núcleo nunca baja del tres por ciento en las proyecciones privadas. Uno de los lastres que habrá que atajar en 2022.