El acoso a la educación
La pandemia nos ha sobrepasado. Como sociedad, como individuos, en el trabajo, en las cuestiones más elementales de la vida cotidiana. Asistimos atónitos a un cambio de paradigma, sin darnos cuenta. Los gobiernos han instalado de manera definitiva la democracia del marketing y destina enormes sumas de dinero a medir el humor de la gente para tomar sus decisiones.
Los decretos y las normativas surgen de la alquimia del humor popular y de la autoritaria discrecionalidad del gobernante de turno.
¿Quién podría, en este contexto, asignarles algún valor a las decisiones que toman quienes conducen nuestros destinos?
El jueves 17 de junio, en una frenética reunión virtual, más de 400 intendentes y jefes comunales de la provincia de Córdoba discutieron las medidas para las semanas siguientes. Entre ellas, se acordó prohibir que miles de niños, niñas y adolescentes de los niveles inicial, primario y secundario de la provincia tuvieran clases presenciales. El viernes 18, el decreto 599, amparado en el paraguas político de aquella decisión, estableció idéntica medida.
En ambos casos se fundamentó en consideración a las recomendaciones del Comité Operativo de Emergencia (COE) y del Gobierno nacional. La pregunta de rigor: ¿fueron consultados los ciudadanos afectados por la medida? La respuesta de rigor: no. La explicación circunstancial dirá: en pandemia, no hay tiempo, la gente se muere. En entrelineas podrá leerse en primera persona: “Quienes gobernamos tenemos el derecho de decidir sobre los derechos de los demás; si no les gusta, problema de ustedes”.
Evidentemente, el problema es nuestro, de la sociedad toda, porque se ha instalado la discrecional facultad de disponer de los derechos constitucionales de los ciudadanos como si se tratara de un cambio de sábanas del domingo. Prohibir las clases presenciales de esta forma es una medida autoritaria, ilegal –por carecer del más mínimo rigor constitucional– y por ende irrazonable, pero por sobre todo carente de legitimidad.
Es un ejemplo claro del atropello institucional sólo amparado en una mísera cultura del miedo y del autoritarismo.
Esta facultad implícita de delegar el atropello a derechos constitucionales es parte de la lógica del temor, que la clase dirigente pretende imponer porque le resulta útil. Desprecia literalmente los derechos de los niños, sus derechos a la educación, a su salud mental. Pone por encima su autoritaria facultad de decidir.
¿Dónde queda el interés superior del niño o la obligación del Estado de garantizar la educación? Se discrimina a los niños por ser niños, se les restringe el derecho a educarse; ni les importa su opinión ni mucho menos su salud; todos derechos consagrados en la Convención sobre los Derechos del Niño.
Un claro ejemplo de este atropello es la resolución 947/2021, en la que dos ministros provinciales determinan la competencia exclusiva de uno de ellos (el ministro de Educación) para decidir la suspensión de actividades presenciales en las escuelas (es decir, prohibir un derecho constitucional). Bastan dos adultos para borrar con el codo años de lucha por los derechos de los niños. Esto no se contrarresta con el argumento del coronavirus.
Esta es una prueba de que las decisiones en pandemia carecen del más mínimo rigor legal y, a veces, también epidemiológico. Vivimos una epidemia normativa. Mientras todavía discutimos si los decretos presidenciales tienen la potestad de disponer sobre nuestros derechos constitucionales, permitimos que en nuestras narices dos funcionarios decidan lo que haremos con nuestras vidas y las de nuestros hijos, como si tuvieran autoridad para ello.
La mayoría de los estudios científicos establecen que no hay incidencia en la circulación del virus por las clases presenciales, ni que los niños se vean significativamente afectados por esto. Pero la discusión no es esta ahora. La cuestión es poner en evidencia la inconsistencia de un sistema normativo y político que menoscaba los derechos individuales.
Esta es la realidad que, en flagrancia, nos permite apreciar en toda su dimensión el juego perverso de un sistema que soslaya y corroe de manera sistemática nuestros más elementales derechos. En nombre de la pandemia, se pretende hacernos creer que carecemos de derechos, que quienes toman decisiones tienen el poder absoluto de decidir por nosotros y que lo hacen “por nuestro bien”.
Los funcionarios y el mismo gobernador han adoptado desde hace tiempo el uso del pronombre posesivo “nuestros” para referirse a cada uno de nosotros, y entonces hablan de “nuestros cordobeses”, “nuestros ciudadanos”; es que en el fondo nos consideran eso: una propiedad de ellos. Es la evidencia de que la lógica del sistema político es la lógica del sometimiento, del impúdico ejercicio de un poder que sólo se asienta en el dominio del aparato electoral.
* Abogado