Punto de vista: Cuando la grieta que divide también cancela obras culturales

La grieta es un gran estímulo para la cultura de la cancelación. Cuando un tema sociopolítico divide aguas y los referentes artísticos se manifiestan en sentidos opuestos, en redes siempre asoman las sentencias “jamás escucharía un disco tuyo” o “ni en pedo vuelvo a ver las series y películas en las que estás”. 

Nombres como Alfredo Casero, Luis Brandoni, Martín Seefeld y Juan José Campanella, del lado crítico al oficialismo; y como Pablo Echarri, Nancy Dupláa, Florencia Peña, Dady Brieva y Andrea Rincón, del lado que respalda al Gobierno, suelen ser blancos de este tipo de sentencias. 

Por supuesto, la intensidad de la descalificación siempre es proporcional al tono del mensaje de repudio o apoyo que manifieste la figura en cuestión, que, por lo general, ya ha blanqueado cuál es su posición ideológica ante el curso de la historia. 

En este contexto, los productos culturales han pasado a ser rehenes de la confrontación política nacional, y en mayor grado incluso que en el caso de cancelaciones por acciones repudiables de los creadores.

En el espiral de odio reinante, un artista que se confiesa macrista o kirchnerista recibe del lado opuesto un desprecio y una condena similares a los de un acosador sexual, por ejemplo. 

La exacerbación de este panorama puede producir dos efectos, ambos indeseables: que si la grieta se agiganta no queden más libros por leer, películas o series por mirar, ni discos por escuchar libremente; o que un artista elija preservar sus miradas y posturas sociales, políticas y económicas en instancias promocionales para que su obra no se vea afectada. 

Un triste nivel de oscurantismo que urge revertir, por cuanto las expresiones artísticas trascienden los binarismos y las construcciones maniqueas.

La oscarizada El secreto de tus ojos no tiene la culpa de nada, del mismo modo que el bizarrismo de Cha Cha Cha no tiene por qué generar sentimientos de culpa en viejos fans ni impostaciones de fascinación por parte de arribistas. 

Y lo mismo cabe para la relectura de Casados con hijos, Montecristo o Graduados. Lo ideal sería que pasen a la historia, que trasciendan o no, por su peso artístico o por cómo interpelaron en su momento a las audiencias, que eran más uniformes hace unos años. 

No se trata, por supuesto, de una invitación a vaciarse de contenido o a desideologizarse. Sino de “desalambrar”  las miradas lineales y guiadas por esta bipolaridad paralizante. 

¿Bipolaridad? En su momento, el sociólogo Manuel Mora y Araujo ofreció esa explicación psicológica para un fenómeno que, por ser colectivo, devino en cultural. 

Dice Mora y Araujo que los argentinos percibimos y reaccionamos según percepciones y esquemas cognitivos que dividen de modo irreconciliable ante los temas que determinan a la política argentina.

A ese diagnóstico de retórica clínica, hay que sumarle que el arte y el espectáculo también han sido arrastrados. 

Una prueba: en los prolegómenos del estreno de La odisea de los giles, de Sebastián Borensztein, a la hora de la promoción resultó desconcertante para muchas personas que convergieran en el elenco Brandoni y Verónica Llinás, que si bien nunca habían confrontado sí se habían mostrado pisando ambos extremos de la grieta. 

Y es más, también se observó que “cómo podía” ser que Brandoni contribuyera con su talento a un relato cinematográfico sobre un derrumbe social provocado por un Gobierno afín en espíritu al que él defendió con uñas y dientes hasta que perdió las elecciones en 2019. 

Un actor o una actriz deben recrear otra vida, no proyectar sus propios rasgos en pantalla. Seamos serios como espectadores y, al menos por un rato, antepongamos el regocijo por una obra por encima de todos nuestros determinismos. 

Darín, Llinás y Brandoni, tres actores con posturas ideológicas diferentes pero que contribuyeron al impacto de “La odisea de los giles”. (Prensa LODLG)